¿A quién se le ocurre morirse así? Tercera parte

En anteriores artículos hemos narrado muertes absurdas de la Edad Antigua y la Edad Media. Continuaremos en este contando más fallecimientos estúpidos o ridículos de personajes de la Edad Moderna. Porque por más que avance el hombre y más adelantos se tengan, ocurren casos en que la forma de morir mueve más a la risa o al asombro que a la pena. Y es que, por desgracia, uno no suele elegir la forma de abandonar el mundo de los vivos. Recordemos ahora a aquellos que han pasado a la Historia más por su forma de morir que por su forma de vivir.



Adolfo Federico de Suecia, el rey que comió hasta morir

Adolfo Federico de Suecia llegó al trono en 1751 a través de una serie de carambolas que incluían la muerte de su primo y la adopción de su sobrino por parte de la emperatriz rusa Isabel I, y todo tras una acalorada discusión en el Parlamento sueco, que no veía muy claro que fuera una buena decisión convertirlo en heredero. Suecia era por aquel entonces mucho más extensa de lo que es en la actualidad, e incluía Finlandia y algunas partes de Alemania. Era una de las grandes potencias europeas, rivalizando directamente con Rusia por el control del Báltico.

Está considerado uno de los monarcas más débiles de la historia sueca. No sólo tuvo que enfrentarse a tensiones separatistas en sus posesiones alemanas (tensiones que no sólo no logró atajar sino que se recrudecieron a lo largo de su reinado), sino que su enemistad con los partidos políticos del Parlamento (que tenían los curiosos nombres de Partido de los Sombreros y Partido de los Gorros) hizo que su capacidad de decisión fuera nula. De hecho, el Parlamento hizo un duplicado del sello del rey, de forma que cuando éste no quería aprobar alguna ley, se sellaba con el duplicado, aprobándose igualmente.

Adolfo Federico de Suecia
El intento de crear un Partido de la Corte para defender sus intereses ante el Parlamento se saldó con un rotundo fracaso, así como una intentona de golpe de Estado para darle el poder absoluto. Y tras cada intento de aumentar su poder, el efecto era el contrario: disminuía cada vez más. Particularmente en sus dos últimos años de reinado, su posición era simplemente simbólica, pues no detentaba poder ni influencia alguna. De este modo, Adolfo Federico se dedicó a sus aficiones, entre las que se encontraban hacer cajas de rapé o el arte. Y sobre todo comer. Comer abundantemente. Y fue esta última afición la que le llevó a la muerte.

Y es que el 12 de febrero de 1771 se dispuso a dar buena cuenta de un fastuoso banquete. Se cuenta que comió langosta, caviar, chucrut, sopa de repollo y ciervo ahumado, todo ello regado con 4 botellas de champán. Para redondear la comida, se sirvió su postre favorito: semla, un dulce típico sueco que contiene leche y mazapán. Quizá si se hubiera servido dos o tres raciones la cosa no habría acabado como terminó, pero el monarca se comió ¡14 raciones! Aquella misma noche, el rey empezó a sentir dolores intestinales y no tardó mucho en morir. Desde entonces, se le conoció como “el rey que comió hasta morir”, y con esa frase se enseña su figura en las escuelas suecas.

Lully, la muerte que vino al compás de la música

Jean Baptiste Lully, nacido en Florencia como Giovanni Battista, fue una de las grandes figuras de la música del Barroco. No sólo fue compositor, instrumentista y director de orquesta, sino que también fue un excelente bailarín que llegó a bailar con el rey en 1653 en el Ballet de la Nuit. Desde que a los 10 años entrara en la corte francesa de la mano del Caballero de Guisa, su influencia y poder se fue acrecentando hasta llegar en 1681 al cargo de Secretario del Rey. Y todo lo consiguió a base de astucia y su buen manejo de las intrigas.

Pero todo eso no quita que fuera un gran compositor. Ya a los 13 años mostró grandes aptitudes para el violín, y a los 20 entró al servicio de Luis XIV como violinista y bailarín. A lo largo de los años ocupó los puestos de Compositor de Cámara y Superintendente de la música de Su Majestad. Fue el creador de varias formas musicales, entre las que destacan el gran Motete, la obertura francesa y sobre todo la “tragédie lyrique”, una adaptación de la gran ópera al modo francés, basada en grandes tragedias clásicas y con grandes espectáculos de danza y coro (a diferencia de la ópera italiana, que daba prioridad al lucimiento de los cantantes). Además, colaboró regularmente con Molière, junto al que creó el género de los “ballets cómicos”.

Jean Baptiste Lully
Su influencia musical fue enorme en toda Europa, debido al gran número de alumnos que llegó a tener y que difundieron sus teorías y formas musicales por todo el continente. Además de todo lo anterior, se enfrentó un escándalo del que salió bien librado al revelarse sus tendencias bisexuales en un oscuro caso que involucró al paje de un marqués. El rey lo defendió (muestra de que le tenía en gran aprecio), pero se sabe que en privado lo reprendió y le instó a cambiar de "costumbres". No consta si lo hizo, pero sí que al menos fue más discreto desde ese momento.

En definitiva, una vida extraordinaria que se vio ensombrecida por las circunstancias de su muerte. El 8 de enero de 1687, con 55 años, dirigió en el Convento de los Bernardos de París un Te Deum para festejar la curación del rey de una enfermedad. Dicho Te Deum había sido pagado por el propio bolsillo del compositor, en una muestra del afecto que sentía hacia el monarca. Por aquel entonces, el compás no se marcaba con batuta, sino con un pesado bastón de hierro que se golpeaba contra el suelo. En uno de los golpes, Lully no calculó bien y se dio en un dedo del pie. La herida no se curó bien, se gangrenó y fue empeorando en los días siguientes. Se negó a cortarse la pierna (le horrorizaba no poder volver a bailar), y la gangrena fue extendiéndose. Falleció el 22 de marzo, y todo por un golpe mal dado y su terquedad en no cortarse la pierna.

Pietro Aretino, otro muerto de risa

Quienes hayan seguido los artículos anteriores sobre muertes extrañas habrá visto que ya se han relatado varias veces la muerte de algunos personajes por un ataque incontrolable de hilaridad. Tal fue el caso de Martín el Humano, de Crisipo o de Zeuxis. Y es que en todas las épocas ha habido muertes por ataques de risa, como la del rey Birmano Nandabayin, que se murió de risa en 1599 cuando le dijeron que Venecia era un estado libre sin rey; o como la del traductor Thomas Urquhart, que se partió al conocer la noticia del ascenso de Carlos II al trono. Y entre carcajadas murió también el poeta italiano Pietro Aretino.

Hijo de un zapatero y una prostituta (gustaba de decir de sí mismo que era “hijo de una prostituta con alma de rey”), nació en Arezzo el 20 de abril de 1492. Comenzó su carrera satírica en su ciudad natal, de donde se trasladó a Perugia y finalmente a Roma en 1517 (se dice que hizo el viaje andando). Allí entró al servicio de Agostino Chigi (el protector de Rafael), aunque terminó abandonando su casa tras cometer algunas indiscreciones. Tras ganarse poderosos enemigos con sus sátiras, abandona Roma y viaja por toda Italia, regresando a Roma en 1523. Su segunda estancia allí tampoco fue tranquila, pues su afilada lengua le valió la enemistad de muchos miembros de la curia. En 1527 se trasladó a Venecia, ciudad con fama de licenciosa, en donde permaneció hasta el fin de sus días.

Retrato de Aretino pintado por Tiziano
Aretino se dio cuenta de que los ricos y poderosos siempre tenían vicios, pero a la vez un gran miedo al escándalo, de modo que se dedicó a atacarles e insultarles con una gran audacia. Se dijo que desafiando todo se podía llegar a todo. A su vez, él no tenía miedo al escándalo, pues nada tenía que perder. Acusado de libertinaje, decía “No sé cantar ni bailar, pero hago el amor como un asno”. Esta forma de atacar a los poderosos le valió no pocas enemistades, pero también el favor de algunos grandes señores que lo acogieron y apadrinaron. Y no sólo tuvo amigos entre los que ostentaban el poder, sino también entre los artistas; Miguel Ángel se jactaba de su amistad y Tiziano le hizo dos retratos.

Los príncipes y los nobles le buscaban para contarle los chismes de sus rivales y pedirle que escribiera sátiras sobre ello, pero también para pedirle que compusiera halagos sobre su persona. Por ambas cosas cobraba, y los que ostentaban el poder le cubrían de regalos. Llegaron a cuñarse monedas en su honor (en una de ellas se leía la leyenda “Los príncipes que reciben los tributos de los pueblos, pagan tributo a su servidor”). Claro que, si consideraba el regalo insuficiente, su afilada lengua no se detenía. Al canciller de Francia, que le envió una suma de dinero que Aretino juzgó escasa, le respondió “No os sorprenda si me callo. He consumido mi voz para pedir; no me queda más para agradecer”.

Autor de los “Sonetos lujuriosos” (de los que se decía que había un ejemplar en cada lupanar de Italia), inspirados en grabados eróticos de Raimondi, de obras satíricas como “La cortesana” (parodia de “El cortesano” de Baldassarre), de comedias y libelos, pero también de sermones y vidas de santos (aunque llenas de una profunda ironía), su muerte no pudo ser más ridícula. Una de sus hermanas le contó una  aventura obscena de la que al parecer se jactaba. Aretino empezó a reír violentamente. A partir de aquí hay dos versiones. Una de ellas dice que sufrió un ataque de apoplejía. Otras fuentes señalan que cayó de espaldas de su silla dándose un golpe fatal en la cabeza. En cualquier caso, una muerte digna de la comedia que llevó por vida.

Abraham de Moivre, el hombre que predijo su propia muerte

Nacido en Francia en 1667, Abraham de Moivre fue un brillante matemático. Fue conocido por la fórmula de Moivre (que conecta números complejos y trigonometría), además de por sus trabajos en los campos de la probabilidad y la distribución normal. Mantuvo una gran amistad con Newton y Halley, y se contaba que cuando alguien iba a consultar a Newton sobre algún problema matemático, siempre contestaba “vayan con Abrahám de Moivre a consultar esto; él sabe mucho más que yo de estas cosas”.

En 1685, tras la promulgación del Edicto de Fontainebleau por el que sólo se reconocía en Francia la práctica de la religión católico, de Moivre, de religión calvinista, tuvo que huir a Gran Bretaña. Allí entabló amistad con los citados Newton y Halley, y esta amistad le valió para ser elegido miembro de la Royal Society en 1697. No obstante, fue pobre toda su vida, teniendo que conseguir dinero como consultor de sindicatos de seguros y apuestas, dando clases o jugando al ajedrez. Nunca ocupó puesto alguno en la universidad y sus trabajos no llegaron a ser reconocidos por la comunidad científica hasta después de su muerte. Murió ciego y solo.

Abraham de Moivre
Su obra “La doctrina de las suertes” (1718) está considerada una obra maestra de las matemáticas. En ella expone la probabilidad binominal o distribución gaussiana, el concepto de independencia estadística y el uso de técnicas analíticas en el estudio de la probabilidad. Asimismo destaca entre sus obras “Miscellanea analítica” (1730), sobre las soluciones de una ecuación lineal. Estableció muchos elementos del cálculo actual, entre ellos la relación entre números complejos y trigonometría, que plasmó en su famosa fórmula.

En cuanto a su muerte, se dice que observó que cada día dormía 20 minutos más que el anterior (algunas fuentes dicen que 15). Así que de Moivre supuso que moriría cuando su sueño llegara a durar 24 horas. Con ese supuesto en mente, calculó la fecha de su muerte, y tan seguro estaba de su razonamiento que lo anunció. Cuando llegó el citado día (27 de noviembre de 1754), de Moivre fue encontrado muerto en su cama. Tenía 87 años de edad y estaba ciego. Y aunque ninguna fuente contemporánea relata este episodio, por lo que muy probablemente sea una exageración, no deja de ser curioso que en su parte de defunción figure como causa de la muerte “somnolencia”.
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