Hammamet, una victoria con disfraces

Dice el refrán español que “el hambre agudiza el ingenio”. Está claro que en casos de bonanza, no es necesario exprimirse las meninges para conseguir satisfacer nuestras necesidades (al menos las más básicas). Es cuando la escasez aprieta que los hombres buscan la forma de conseguir salir de las dificultades. Al menos las de ese día, que mañana ya veremos cómo nos las apañamos. Los españoles han inventado incluso un género literario propio alrededor de esta idea: la picaresca. Obras como “El Lazarillo de Tormes” o “El Buscón” beben directamente de este refrán y de lo que significa. Y no es casualidad que la eclosión de este género se llevara a cabo durante el Siglo de Oro.

Uno de los cañones que defendía Hammamet
Y digo que no es casualidad porque en esa época había que agudizar el ingenio si no se quería pasar hambre. Y lo tenían que hacer todos, nobles y plebeyos; aunque cada uno de forma distinta, claro. El pueblo llano para poder comer todos los días, la nobleza para medrar, y el rey Felipe III para mantener sus dominios. Haber heredado un imperio tan grande de su padre sin los recursos necesarios para mantenerlo obligaba a un ejercicio de ingenio sobrehumano para no verse superado por sus múltiples enemigos. La picaresca, pues, no sólo se limitaba a la gente del común, sino que llegó a ser una forma de vida para el Imperio Español, aunque esa picaresca a menudo se disfrazara bajo el pomposo nombre de “Estrategia”. Y uno de estos episodios de picaresca, el asalto al puerto tunecino de Hammamet, es el que hoy traemos aquí.

La Pax Hispanica

Como se ha dicho antes, Felipe III heredó de su padre un inmenso imperio, posiblemente el más grande que los siglos hayan visto. Sus posesiones se extendían por América (de la que era casi señor absoluto), Europa (donde además de España se tenían territorios en Italia y Flandes), África (en la que se logró conquistar zonas al norte del continente) y Asia (en la que se poseían las Filipinas y varios archipiélagos, como las Marianas o las Carolinas). Sin embargo, no era oro todo lo que relucía. Aunque la posición española era hegemónica en el mundo, sus ejércitos distaban mucho de poseer el suficiente número de soldados para mantener un control férreo de todas aquellas zonas de las que era dueño.

Conocedor de que sus fuerzas no eran suficientes para mantener el dominio efectivo de un imperio de tal magnitud, el rey y su valido el Duque de Lerma trataron de llevar a cabo una política de apaciguamiento con el fin de no verse desbordados por los múltiples enemigos que España tenía en esos momentos. Así nació lo que el historiador británico Henry Kamen bautizó como la “Pax Hispanica”, parafraseando el concepto de Pax Romana. Este periodo se extendió desde 1598 hasta 1621, año de la muerte del rey. Su hijo y sucesor Felipe IV, asistido por su valido el Conde-Duque de Olivares, cambió totalmente esta política contemporizadora por otra agresiva “de reputación”, que aunque dio lugar a gloriosos episodios (como el annus mirabilis de 1625), acabaría colapsando al imperio.

Felipe III
Así pues, durante el reinado de Felipe III se firmaron varios tratados de paz intentando mantener en la medida de lo posible la hegemonía sin un gasto excesivo de fuerzas. Entre esos tratados destacan la Paz de Vervins de 1598, por el que España renunciaba a participar en las guerras de religión en Francia (aunque curiosamente contenía una cláusula secreta por la que se establecía que los dos países podían continuar haciéndose la guerra en las aguas de la América española), el Tratado de Londres de 1604, por el que Inglaterra renunciaba a participar en Flandes a cambio de que España renunciara a poner un monarca católico en Inglaterra, y la Tregua de los 12 años firmada en 1609, por la que se acordaba un receso pacífico en la guerra que España mantenía contra los rebeldes holandeses en la que se llamó Guerra de los 80 años (o Guerra de Flandes).

No obstante, no todo fue paz, armonía y amor en todo este tiempo. Se han llegado a contabilizar 162 batallas con presencia española durante esos años. Y dentro del territorio español también existían problemas, pues se decretó en 1609 la expulsión de los moriscos, intentando atajar el miedo a que este colectivo se convirtiera en una especie de “quinta columna” de los turcos y evitando que ayudaran a las incursiones de los piratas berberiscos en las costas españolas, pero causando graves problemas de despoblación en algunas regiones de la península (particularmente Valencia). Y es que en el Mediterráneo subsistía el grave problema de los turcos, sin duda el principal enemigo de España en esos años. Un enemigo contra el que se combatió encarnizadamente a lo largo de muchos siglos. Y una de las armas de los turcos eran los piratas de la costa berberisca.

Los piratas berberiscos

Aunque la piratería musulmana estaba presente en el Mediterráneo desde el siglo IX, fue con la expansión del Imperio otomano cuando alcanzó su máxima extensión. La llegada del almirante Kemal Reis en 1487 supuso que los piratas se convirtieran en una gran amenaza para la navegación. Actuaban desde sus bien defendidas bases en el Norte de África (la conocida como Costa berberisca), atacando con sus galeras propulsadas por remos (remos que eran manejados por esclavos cristianos, generalmente) y retirándose a sus bases a la menor señal de peligro. Con esta estrategia capturaron miles de naves y atraparon a un gran número de personas, a los que vendían como esclavos (se calcula que entre los siglos XVI y XIX esclavizaron a más de un millón, sin contar los que murieron en sus correrías). Pero su actividad no se limitaba al saqueo de barcos, también atacaban puntos de la costa de España e Italia, de modo que durante muchos siglos amplias zonas costeras quedaron deshabitadas por miedo a estos piratas.

Entre los más famosos corsarios berberiscos destacan sobremanera dos hermanos de nombres Jeiredin y Oruc, y cuyo sobrenombre causaba pavor entre los capitanes mercantes con sólo nombrarlo: Barbarroja. Estos piratas llegaron a capturar la ciudad de Mahón en 1535. El Abate de Brantone, en su libro sobre la Orden de Malta, escribió de él: “Ni siquiera tuvo igual entre los conquistadores griegos y romanos. Cualquier país estaría orgulloso de poder contarlo entre sus hijos”. Y no fueron los únicos; eran también temibles Turgut Reis (conocido como Dragut en Occidente), Kurtoglu (conocido como Curtogoli en Europa), Kemal Reis, Salih Reis, Koca Murat Reis y Tybalt Rosembraise (este último un cristiano renegado). Los diversos capitanes piratas atacaban regularmente Almuñécar, Valencia o las Baleares, siendo ayudados por la población morisca de las ciudades (hasta que Felipe III los expulsó en 1609, como hemos visto antes). Las costas españolas estaban jalonadas de torres de vigilancia, donde cada una  podía divisar siempre otras dos; los ataques de estos piratas dieron lugar a la famosa expresión “no hay moros en la costa”, que indicaba que no había barcos berberiscos a la vista y la población podía estar tranquila.

Oruc Barbarroja
La presencia de renegados entre las filas de los corsarios no era rara. Así por ejemplo, los ingleses John Ward, Henry Mainwaring, Robert Walsingham y Peter Easton o el holandés Zymen Danseker (también conocido como Simon Danser) formaron parte de las flotas corsarias que atacaban las naves católicas en el Mediterráneo. Estos europeos llevaron a la zona técnicas de construcción naval más adelantadas (particularmente las introducidas por Danseker), lo que permitió que la piratería berberisca se extendiera también por el Atlántico, incluso a lugares tan al norte como Galicia, las islas Feroe o Islandia. De hecho, en el siglo XVII se produjo el curioso fenómeno de la piratería anglo-turca, pues corsarios de las dos naciones se aliaron para atacar barcos españoles; según decían, con el objetivo de atacar el catolicismo, aunque realmente la mayoría buscaba su propio enriquecimiento personal.

La piratería contra naves cristianas era considerada entre los berberiscos una forma de Guerra Santa, por lo que para ellos no había nada malo en lo que hacían. Fueron un constante dolor de cabeza para los reinos cristianos de Europa hasta el siglo XIX, cuando en el Congreso de Viena de 1814-1815 se acordó la necesidad de eliminar la amenaza. Esto se consiguió finalmente en 1830, cuando la conquista francesa de Argelia les dejó sin sus principales bases. Pero hasta entonces los piratas berberiscos aterrorizaron el Mediterráneo desde sus bases de la isla de Yerba, la más grande del norte de África (conocida entre los españoles como Los Gelves y provista de un magnífico puerto natural)​ y también desde Trípoli, Argel, Salé y otros puertos de Marruecos, Argelia y Túnez. Una de esas bases era Hammamet (conocida por los españoles como “La Mahometa”), una ciudad cuyo asalto veremos a continuación.

El asalto a Hammamet

En julio de 1602, el mando español de Sicilia recibió de sus espías la noticia de que el puerto de Hammamet esperaba la llegada de una importante escuadra turca al mando del almirante Murad Rayis, así que decidieron aprovechar la información en su propio beneficio. Hacia ese puerto partió una flota de cinco galeras, cinco fragatas y cinco falúas, embarcación típicamente árabe con dos velas triangulares y el mástil ligeramente inclinado hacia proa y con las que pensaban realizar el asalto. A bordo de la flota iban 350 soldados entre infantes españoles y caballeros de la Orden de Malta (la antigua orden medieval de los Hospitalarios, conocida ahora así desde que Carlos I les cediera la isla de Malta en 1530). Su plan era osado: hacer creer a los defensores de la ciudad que ellos eran los turcos que esperaban.

El 18 de julio la flota llegó a la vista de Hammamet y los 350 soldados embarcaron en las falúas. Habían cambiado sus banderas por las turcas y se pusieron turbantes, túnicas y ropajes turcos. Para asegurarse de que el engaño no fuese descubierto hasta que fuera demasiado tarde, se ordenó a varios soldados que tocaran laúdes, crótalos (instrumento similar a las castañuelas, pero de metal) y bendires (una especie de tambores parecidos a las panderetas), instrumentos típicamente musulmanes. El engaño salió a la perfección, pues la guarnición de la ciudad salió a la playa a recibirlos, seguidos por muchos de sus habitantes. Nada más poner pie en la playa, los soldados empezaron a disparar sus arcabuces contra la multitud, lo que hizo que el pánico cundiera por doquier. Una estampida de gente que buscaba refugiarse dentro de las murallas arrollaron a los soldados de la guarnición, lo que provocó que estos no pudieran hacer nada para defenderse.

Soldado de los Tercios
Los soldados cristianos atacaron espada en mano, entrando en la ciudad y tomando sus murallas sin que los desconcertados soldados defensores, aplastados y pisoteados por los civiles, pudieran oponer resistencia. Casi medio millar de personas murieron en el asalto y otras 700 fueron capturadas, entre las que había mujeres y niños. El saqueo de la plaza se prolongó hasta que los cristianos avistaron una tropa de 3.000 jinetes que acudían a socorrer la ciudad. Fue entonces cuando prendieron fuego a las casas y embarcaron, dirigiéndose la flota a la isla de Malta. Las tropas enviadas en ayuda de Hammamet sólo pudieron constatar que la ciudad había sido completamente saqueada e incendiada y que la flota española ya había partido con los prisioneros y el botín.

El alférez Alonso de Contreras (que llegó al cargo de Capitán y del que se dice que inspiró la saga Alatriste del escritor Arturo Pérez Reverte) escribió en sus memorias:

(...) Capturamos a todas las mujeres y a los niños, algunos hombres (...); entramos en la ciudad, la saqueamos. Embarcamos setecientas almas. Vienen de improviso más de tres mil moros en su ayuda, tanto a pie como a caballo, por lo que prendimos fuego a la ciudad y embarcamos (...) Después de ésto regresamos a Malta, contentos; ahí derroché un poco de lo que había ganado

Terminaba así un asalto en que el ingenio de un puñado de soldados españoles triunfó contra una fuerza superior. Y es que, como dijimos al principio, “el hambre agudiza el ingenio”.
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La Cruzada de los Niños

Cuando se narran episodios históricos lejanos en el tiempo, muchas veces ficción y realidad se mezclan. En efecto, un acontecimiento puede verse alterado por adornos posteriores de cronistas que buscan embellecer la historia, o por testimonios orales que engrandecen los detalles que más llamaron la atención del testigo y empequeñecen otros que pueden ser fundamentales para saber qué pasó. Ya se sabe que nada hay menos fiable que un testigo ocular. Lo que resulta más raro es que estos hechos tampoco estén bien contados por los cronistas contemporáneos de los hechos en cuestión.

La Cruzada de los niños
Algo de esto es lo que pasó con la llamada Cruzada de los Niños. Una serie de hechos reales ocurridos en el siglo XIII narrados en gran medida de boca en boca dieron lugar a una leyenda en la que se entremezclan fe infantil, alta política de la época y un trágico final. El episodio, recogido por varios cronistas contemporáneos de los hechos (entre los que cabe destacar a Roger Bacon, Vincent de Beauvais o Tomás de Cantimpré), en realidad no pasó de la forma en que fue narrado. Y lo más curioso de todo es que gran parte de la confusión se debió a la errónea interpretación del significado de una sola palabra.

La situación en Europa a comienzos del Siglo XIII

A pesar de haberse convocado para liberar los Santos Lugares del dominio musulmán, la Cuarta Cruzada ni siquiera llegó a pisar Tierra Santa. En lugar de intentar cumplir su propósito inicial, los cruzados se dedicaron a conquistar y saquear Constantinopla e instaurar allí un Imperio Latino, en el que el emperador no fuera ortodoxo sino católico. Además, los venecianos (auténticos cerebros detrás de esta cruzada) consiguieron importantes beneficios comerciales a costa de sus rivales Génova y Pisa. No en vano, a la Cuarta Cruzada se la llamó también “Cruzada Mercantil o Comercial”. Naturalmente, el Papa Inocencio III no estaba demasiado satisfecho con el devenir de los acontecimientos y rápidamente empezó a predicar con fuerza una Quinta Cruzada que, esta vez sí, recuperara para la Cristiandad Tierra Santa.

Toma de Constantinopla por los cruzados
Y es que este Papa tenía debilidad por convocar Cruzadas. A la ya reseñada Cuarta Cruzada debemos añadir la Cruzada contra los almohades que terminó en 1212 cuando los reinos cristianos de la Península Ibérica vencieron al califa Muhammad an-Nasir (llamado por los cristianos Miramamolín, deformación del título árabe Amir al-Mu’minin o Príncipe de los Creyentes) en la Batalla de las Navas de Tolosa. Y por si fuera poco, convocó también la Cruzada Albigense contra los cátaros del sur de Francia, conflicto que llevó a miles de personas a la hoguera y que entre otras cosas nos dejó al legado papal Arnaldo Almarico pronunciando ante la ciudad de Béziers la conocida frase:

Matadlos a todos, Dios reconocerá a los suyos

Pero el Papa no se limitó a convocar cruzadas; además lanzó un interdicto (una censura eclesiástica por la cual las autoridades religiosas prohíben a los fieles la asistencia a los oficios divinos, la recepción de algunos sacramentos y la sepultura cristiana) contra Inglaterra y finalmente excomulgó a su Rey Juan I (conocido como Juan Sin Tierra). Y para rematar la faena, provocó una lucha por el poder en el Sacro Imperio Romano Germánico con su pretensión de que Europa fuera un estado teocrático con él mismo a la cabeza.

Inocencio III
Así pues, la energía de Inocencio III hacía que el espíritu de las Cruzadas lo invadiera todo. El problema era que los principales monarcas europeos no estaban para muchas aventuras, pues sus problemas domésticos les absorbían. A la ya citada lucha de los reinos cristianos de la Península Ibérica contra los almohades hemos de añadir que Francia e Inglaterra guerreaban entre sí, en parte porque la excomunión de Juan Sin Tierra hacía que fuera legítimo que los franceses trataran de conquistar las tierras de los Plantagenet en Francia. Y por si fuera poco, en el Sacro Imperio Romano Germánico se estaba produciendo la ya citada lucha de poder entre Otón IV y Federico II (que contaba entre otros con el apoyo del rey de Francia Felipe II Augusto). Definitivamente, un galimatías que hacía que los monarcas europeos no estuvieran para muchas fiestas.

La leyenda de la Cruzada de los niños: la rama francesa

Con la situación europea empantanada como hemos visto, en la pequeña aldea francesa de Cloyes-sur-le-Loir un pastorcillo de 12 años llamado Esteban, recibe en junio de 1212 una visión en la que Jesucristo le ordena escribir una carta dirigida al rey de Francia, en la que pidiera que dicho monarca dirigiera una nueva cruzada para liberar los Santos Lugares. Sorprendentemente, Esteban logra entregar la carta al rey francés Felipe Augusto, que como era de esperar ignoró la misiva. El pastorcillo regresó a su aldea, y allí nuevamente se le apareció Jesús con un mensaje distinto. Esta vez sería el propio Esteban el que lideraría una cruzada formada por niños para liberar Tierra Santa.

"La Cruzada infantil", de Doré
En la visión, Jesucristo le dice al pastorcillo que Jerusalén caería ante “la invencible armada de la bondad y pureza de los niños que lograra reclutar durante la travesía”. Además, le garantiza que las aguas del Mediterráneo se abrirían ante ellos para que pudieran cruzarlo. Dicho y hecho; Esteban de Cloyes se pone en marcha, logrando mediante sus encendidos sermones que se le unieran entre 20.000 y 30.000 personas (no sólo niños, sino también adultos). La elocuencia de Esteban resulta algo sorprendente, teniendo en cuenta que era analfabeto; pero en cualquier caso la muchedumbre que le sigue se pone en marcha hacia Niza (aunque otras fuentes señalan a Marsella). Así lo narra una fuente del siglo XIII, la Chronica regia Coloniensis (“Crónica Real de Colonia”):

Muchos miles de niños y muchachos, de edades que iban desde los seis años hasta la plena madurez, abandonaron sus carros y arados, sus rebaños y todo aquello que estuvieran haciendo en aquel momento para marchar a Tierra Santa. Eso hicieron pese a la voluntad de sus padres, parientes y amigos, que intentaban sin éxito que cejaran en su empeño. De repente, se veía a alguno correr detrás de otro para hacerse con la cruz. Y así, en grupos de veinte, cincuenta o cien, enarbolaban sus estandartes y partían con rumbo a Jerusalén

La intendencia de una muchedumbre así no era fácil, desde luego. La multitud se fue alimentando a base de limosnas, pero también arrasando con la comida de los lugares por los que iba pasando. Como una inmensa plaga bíblica, los niños fueron acabando con toda la comida de los campos, almacenes, casas y tabernas por las que transitaban. Aun así, sólo 3.000 niños y unos 300 adultos lograron llegar hasta la costa mediterránea; el resto había perecido de hambre por el camino o sencillamente había desertado ante lo quimérico de la misión. El grupo, encabezado por Esteban, empezó a rezar de sol a sol para que las aguas se abrieran y pudieran seguir su camino a Jerusalén. Estuvieron así dos semanas, y por supuesto las aguas no se abrieron.

Felipe II Augusto, rey de Francia
Fue entonces cuando dos mercaderes locales pusieron sus siete barcos a disposición de Esteban y su tropa. El pastorcillo vio en este gesto el milagro prometido, y todos se embarcaron. No se volvió a saber de ellos hasta muchos años después. En 1230, un sacerdote llegado de Egipto aseguró ser uno de los niños de Esteban y narró que dos de los barcos se hundieron cerca de la isla de San Pietro, junto a Cerdeña. El resto fue capturado por piratas y llevados a Argel. Allí un grupo fue vendido como esclavos, mientras que otros corrieron la misma suerte, pero en Alejandría y Bagdad. Los más afortunados fueron los que sabían leer y escribir, pues el sultán egipcio los empleó como traductores y secretarios. Entre ellos se encontraba el sacerdote que narró la historia.

La leyenda de la Cruzada de los Niños: la rama alemana

Paralelamente a todos estos acontecimientos otro pastorcillo, esta vez alemán y de nombre Nicolás, recibe otra visión con el mismo encargo. Empieza a recorrer los campos dando también encendidos sermones y, a pesar de ser analfabeto como Esteban de Cloyes, logra reunir varios miles seguidores que se juntan en Colonia. Al contrario del grupo francés, en este grupo había un mayor número de niñas y de adultos. Juntos emprendieron el camino hacia Italia, y para ello tenían que cruzar los Alpes (algo sumamente dificultoso incluso en verano). Durante la travesía muchos murieron de hambre y frío, mientras que otros desertaron y volvieron a sus casas. Sólo unos 7.000 lograron llegar a Génova a finales de agosto de 1212.

"La partida a la Cruzada de los Niños"
Tampoco en esta ocasión las aguas se abrieron. Las autoridades genovesas, apiadadas de los niños, les ofrecieron convertirse en ciudadanos. Muchos aceptaron, mientras que Nicolás y un pequeño grupo se dirigieron a Roma, donde fueron recibidos por Inocencio III. El Papa se sintió admirado por la fe de este grupo, pero les exhortó a regresar a casa y cumplir sus votos como cruzados más adelante, cuando fueran adultos. La mayoría no sobrevivió al viaje de vuelta a través de los Alpes, y los pocos que regresaron siguiendo la ruta del valle del Ródano se desperdigaron por el sur de Francia, donde parece ser que fueron convertidos en esclavos.

Lo que parece que pasó en realidad

A comienzos del siglo XIII se produjo en Europa una grave crisis económica, motivada por el aumento de la población rural. Esta población se encontró en gran medida sin trabajo debido a las grandes mejoras en la agricultura (algunas de ellas introducidas paradójicamente por los cruzados, como los molinos de viento). Esto provocó que muchos campesinos empobrecidos vendieran sus tierras y vagaran por las ciudades viviendo de la caridad. Este fenómeno se dio sobre todo en Francia y Alemania. A estos grupos de campesinos vagabundos se les empezó a denominar de forma despectiva como pueri (en latín “niños”), como si fueran niños inocentes ante los embates de la vida. Muchos de estos grupos de pueri (entre los que por supuesto había niños, pero también adultos) se unían en una protesta religiosa dando sermones y rezando plegarias, pero de ningún modo tenían intención de ir a Tierra Santa a luchar.

Cruzada de los Niños
Por lo que respecta a los hechos narrados anteriormente, parece que la epopeya del alemán Nicolás es bastante ajustada a la realidad. No lo es tanto el caso del francés Esteban de Cloyes, que parece ser que reunió una multitud con el fin de entregar una carta al rey francés Felipe Augusto dictada según él por el mismo Jesucristo. El monarca galo, aconsejado por la Universidad de París, decidió mandarlos de regreso a sus casas, donde efectivamente volvieron. No consta en ninguna fuente que el plan fuera ir a Jerusalén; además se sugiere que los participantes no eran niños, sino simplemente jóvenes.

Campesinos en la Edad Media
Años después, los cronistas leyeron la palabra “pueri” asociada a estas peregrinaciones devotas sin rumbo fijo, e imbuidos ellos mismos del espíritu de las Cruzadas, dieron por sentado que se produjeron cruzadas de niños. Comenzó así a circular una historia que ha llegado hasta hoy, motivada en gran parte por la incorrecta interpretación de una palabra. Tan fuerte fue la leyenda que muchos autores consideran estos hechos como el origen de la historia del Flautista de Hamelin.

El Flautista de Hamelin
Como curiosidad final, decir que esta historia ha inspirado muchas novelas, entre las que cabe destacar la extraña “Las puertas del Paraíso”, del escritor polaco Jerzy Andrzejewski. La particularidad de esta novela es que está escrita en dos párrafos, uno de 180 páginas y otro de una sola línea. A través de monólogos de los niños confesándose a un sacerdote, se va narrando la historia. Merece también mención otra novela titulada precisamente “La Cruzada de los Niños”, de Marcel Schwob, donde diversos personajes van contando la historia en primera persona, con la particularidad de describir a los niños como un inmenso enjambre de abejas. Y es que una palabra mal interpretada puede dar lugar no sólo a ficciones, sino también a hechos que, muchos años después, seguían considerándose históricos.
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Demara, el gran impostor

Hay personas que pueden ser cualquier cosa que se propongan: médico, psicólogo, abogado, sheriff, investigador médico, guardia de prisiones, profesor, pedagogo o editor. Aunque lo normal es que sólo se sea una o a lo sumo dos de estas cosas. Alguien excepcional podría ejercer tres o incluso cuatro de estas profesiones a lo largo de su vida. Lo que no es en absoluto usual es que todos estos oficios los ejerciera la misma persona; y lo que es más importante, sin tener ninguno de los títulos o estudios necesarios para ello.

Ferdinand Waldo Demara
Y es que las profesiones que se han mencionado antes no están puestas al azar. En los años 40 y 50 del siglo XX un hombre llamado Ferdinand Waldo Demara fue cambiando de identidad y ejerciendo todos estos oficios sucesivamente. Este hombre, que convirtió el fraude y la impostura en una de las bellas artes, fue conocido como “El gran impostor” y con ese título llegó a hacerse una película sobre su vida protagonizada por Toni Curtis. Conozcamos algo más de la increíble biografía de Fred Demara.

El pedido de bombones

El 21 de diciembre de 1921 vino al mundo Ferdinad Waldo Demara Jr., en el seno de una familia acomodada de Lawrence, Massachussets. Su padre trabajaba como proyeccionista en los cines propiedad de su tío Napoleón (dueño de la compañía Toomey-Demara Amusement Company), y sólo un miedo perturbaba al pequeño Fred en su (imaginamos) feliz infancia: convertirse en pobre. De hecho, todas las noches prometía a la Virgen rezar un rosario todos los días de su vida si lo evitaba. Y es que la devoción religiosa (más concretamente la católica) fue una constante en su vida. Sin embargo, no parece que sus rezos tuvieran demasiado éxito, pues en 1929 sobrevino la Gran Depresión. La empresa de su tío aguantó el tipo como pudo, pero finalmente tuvo que cerrar en 1934.

Su familia tuvo que mudarse de la zona acomodada de la ciudad a un piso en un barrio más barato. Además, el hecho no pudo pasar en peor momento: Fred estaba en octavo curso y en el colegio en el que estudiaba era costumbre que los alumnos de octavo tuvieran que hacer un regalo a los de séptimo. La familia de Fred no estaba en condiciones de afrontar un gasto así, de modo que el pobre niño iba a quedar en evidencia delante de sus compañeros y profesores. Pero este inconveniente no arredró al pequeño Fred. Se presentó en la bombonería más exclusiva de la ciudad y encargó la caja de bombones más grande y cara, ordenando que se llevara al colegio al día siguiente y diciendo que apuntaran la factura a nombre de sus padres.


Esa caja nunca llegó. Los padres de Fred ya no tenían crédito en la tienda, así que la humillación del niño fue espantosa. No obstante, y haciendo uso de todo el aplomo del que fue capaz, se volvió a presentar al día siguiente en la misma tienda; y no sólo volvió a encargar la misma caja de bombones del día anterior, sino que también encargó cajas pequeñas a nombre de cada uno de sus compañeros de séptimo, que debían entregarse en un carruaje especial. El pedido era tan grande y caro, que los dueños de la tienda supusieron que la familia Demara estaba en condiciones de pagarlo, así que el encargo fue satisfecho. Naturalmente, dichos dueños jamás vieron un centavo.

Fue de este modo que Demara comenzó su carrera de engaño. Una carrera que le llevó a suplantar decenas de identidades y a ejercer los más variados oficios. Haciendo uso de una innata capacidad de manipulación psicológica y de un carisma fuera de lo común, este hombre de memoria fotográfica  e inteligencia superior a la media fue variando de identidad a lo largo de los años. Viajando a lo largo y ancho del mundo (no exagero), Demara logró engañar a todos durante algún tiempo.

Fabricando identidades

Demara desarrolló desde su niñez un profundo sentimiento religioso. Eso hizo que se escapara de casa a los 16 años para unirse a una comunidad de monjes cistercienses en Rhode Island, donde permaneció cinco años. A lo largo de su vida fue entrando y saliendo de distintos centros religiosos, ingresando cuando quería desaparecer o simplemente cuando quería escapar del mundanal ruido, y saliendo cuando se aburría de la vida monástica. Pero lo más importante de esta primera estancia con los cistercienses es que aprendió una manera eficaz de cambiar de identidad cuantas veces quisiera: robó un montón de certificados de nacimiento en blanco del despacho de un párroco. Con ellos convenientemente rellenos, podría conseguir cualquier documento de identidad.

En 1941 se cansó de su estancia con los cistercienses y se alistó en el ejército, y un año después comenzó su carrera de impostor. Suplantó la identidad de un antiguo compañero de armas llamado Anthony Ignolia con el fin de obtener una serie de permisos especiales. Como vio que la vida castrense no era lo bastante interesante, o quizá por miedo a ser mandado al frente, Demara desertó y volvió a entrar bajo su nueva identidad en un monasterio trapense en Louisville. Sin embargo, estaba convencido de que podía hacer carrera en las fuerzas armadas, de modo que cuando acabó la Segunda Guerra Mundial abandonó el monasterio y volvió a alistarse, esta vez en la Marina, y siempre bajo el nombre de Ignolia.

El "Doctor" Demara, en el centro
Demara trató de obtener un puesto en el Estado Mayor. Al no conseguirlo, decidió nuevamente abandonar el servicio, aunque esta vez lo hizo de un modo diferente y más original: simuló su propio suicidio, dejando algunas ropas en el muelle para dar la sensación de haberse tirado al agua. Como la identidad de Ignolia ya estaba quemada, decidió adoptar un nuevo nombre: Robert Linton French, nada menos que un oficial y doctor en Psicología compañero de la Marina, que daba clases en la Universidad de Stanford y era investigador en Yale. Con esta identidad impartió clases en el prestigioso Ganon College de Pennsylvania. Tal y como dijo posteriormente a la revista Life: “Me limitaba a mantenerme un paso por delante de la clase. La mejor manera de aprender algo es enseñarlo”.

Sin embargo no tardó en aburrirse de su trabajo y decidió cambiar de nuevo. Trabajó bajo una nueva identidad como celador en un hospital de Los Ángeles y posteriormente como docente en el colegio St. Martin de Washington. Es allí donde sufrió su primer arresto: el FBI le detiene; pero no bajo la acusación de usurpación de identidad, sino por haber desertado de la Marina. Fue condenado a 6 años de cárcel, pero tras cumplir sólo 18 meses salió en libertad provisional.

Cirujano en la guerra de Corea

Una vez fuera de la cárcel, Demara se presentó en Maine como Dr. Cecil Hamman, biólogo e investigador del cáncer. Allí fue contratado como administrador de la escuela de Notre Dame. Poco después estudió Derecho durante un año en Boston, pero volvió a sentir la llamada de la religión e ingresó en los Hermanos de Instrucción Cristiana, una sociedad católica canadiense, con el nombre de Hermano John Payne. Fue durante la estancia en dicha orden que conoció al médico canadiense Joseph C. Cyr, de la Universidad de Harvard. Cyr le comentó que le gustaría regresar a Estados Unidos a Trabajar. Demara se ofreció a ayudarle, y para ello le pidió copias de sus títulos, diplomas y documentación.

No es difícil adivinar lo que pasó a continuación. Con todos esos papeles en su poder, Demara suplantó a Cyr y se presentó en una oficina de reclutamiento de la Marina canadiense, donde fue inmediatamente admitido. Durante dos meses trabajó en el Hospital Militar de Halifax tratando a pacientes psiquiátricos (más tarde diría “La Psiquiatría no tiene mucho misterio. Cualquiera con sentido común puede practicarla”). No tardó en ser destinado como cirujano al destructor HMCS Cayuga y enviado a Corea como apoyo en 1951. Allí, entre otras cosas, extrajo 3 dientes al capitán James Plomer (aprendiendo en un libro cómo hacerlo momentos antes de la intervención) y se convirtió en un héroe de guerra.

El HMCS Cayuga
La historia fue así: 16 soldados coreanos gravemente heridos fueron evacuados una noche al Cayuga. Todos necesitaban operaciones urgentes, y el único cirujano disponible era Demara. Mientras iban preparando cada intervención, se encerraba a solas para memorizar en los libros el método que tenía que emplear para cada caso. El resultado fue que todos los soldados sobrevivieron a sus heridas. Tras acabar de operar a los 16 soldados, Demara cogió una enorme borrachera con ron y estuvo durmiendo durante dos días. Pero lo más relevante del caso es que una de esas operaciones (la extracción de una bala cerca del corazón) acabó en las portadas de los periódicos canadienses. El doctor Cyr se convirtió de la noche a la mañana en una celebridad.

El problema fue que la madre del verdadero doctor Cyr leyó la noticia y alertó a las autoridades. Cuando la noticia de la impostura de Demara llegó al Cayuga, nadie podía creerla. Demara fue inmediatamente trasladado a Canadá y deportado a Estados Unidos, aunque la Marina canadiense no presentó cargos contra él, probablemente para no dar más publicidad al asunto.

Una celebridad

De vuelta a su país, Demara regresó a los Hermanos de Instrucción Cristiana (nuevamente como hermano John Payne) y ayudó a fundar el LaMennais College (hoy en día, la Universidad Walsh). Sin embargo, enfadado con sus superiores por no haber sido nombrado rector, abandonó la orden. Quizá porque bebía mucho y necesitaba dinero, en 1952 vendió su historia a la revista Life (llegó a ser portada). La serie de reportajes que se le hicieron acabarían convirtiéndose en un libro en 1959 (“El gran impostor”, escrito por Robert Crichton) y en una película en 1961 (donde Toni Curtis hacía el papel de Demara). Los reportajes en Life le conllevaron una gran fama, pero justamente esa popularidad hizo que tuviera que buscarse ocupaciones más discretas.

Cartel de la película "El gran impostor"
Y es que Demara seguía a lo suyo. En 1955 trabajó como asistente del director de la prisión de Huntsville (Texas) bajo el nombre de Benjamin Jones, hasta que un preso reconoció su cara y fue detenido. Curiosamente, el estado de Texas retiró los cargos. Se mudó al este y trabajó en una escuela para enfermos mentales de Nueva York bajo la identidad de Frank Kingston. Allí se enteró de la difícil situación de una pequeña escuela de Maine, abocada a cerrar si no conseguía pronto un maestro. Así que se trasladó allí y se presentó para el puesto bajo el nombre de Martin Godgart. Ni que decir tiene que expuso unas excelentes credenciales y fue contratado en 1956. Allí se convirtió en uno de los pilares de la comunidad, pero las noticias de su pasado también llegaron allí y fue detenido y expulsado del estado en 1957.

Sus últimos años

Consciente de que su cara era muy conocida, buscó nuevos horizontes de perfil bajo. A principios de los sesenta trabajó como capellán en un albergue de Los Ángeles y poco después ejerció el mismo oficio en un hospital de Anaheim (California), esta vez con su verdadero nombre. Cuando años después su pasado salió de nuevo a la luz estuvo a punto de ser expulsado, pero su amistad con el director del centro hizo que le permitieran continuar allí. Se hizo amigo, entre otros, de Steve McQueen (curiosamente, Demara fue el encargado de darle la extremaunción). Tal era el cariño que todos le tenían que le permitieron seguir residiendo en él cuando tuvo que dejar su trabajo en 1980 a causa de la diabetes que le produjo el consumo de alcohol (y que hizo que tuvieran que amputarle ambas piernas al año siguiente). Murió poco después, el 7 de junio de 1982, a causa de un ataque cardiaco, en casa de uno de los propietarios de ese hospital.

Demara como oficial de la Marina canadiense
Demara fue un caso de lo más extraño. Cuando le preguntaban los motivos de haber llevado una vida así, contestaba: “Picardía, sólo picardía”. Nunca trató de hacerse rico con sus suplantaciones, importándole más el prestigio y la respetabilidad que obtenía que el dinero que pudiera sacar. Un dato curioso es que los distintos jefes y compañeros que tuvo a lo largo de su vida le consideraban un buen trabajador y una buena persona, y se sorprendían mucho cuando descubrían que en realidad no era quién decía ser. Tristemente para él, la fama y la celebridad le hicieron un hombre muy infeliz, pues imposibilitó que siguiera haciendo lo que le gustaba: vivir muchas vidas en una. Tener que vivir sus últimos 20 años con su nombre verdadero y su reputación a cuestas fue el mayor castigo para un camaleón que, según sus palabras, sólo buscaba el respeto de sus semejantes.
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El desastre de Carras y la Legión perdida

A lo largo de su historia, Roma obtuvo innumerables victorias, pero también sonoras derrotas. Algunas de ellas quedaron en la memoria colectiva romana como grandes desastres. Así, por ejemplo, la derrota en Alia que llevó a que los galos saquearan la ciudad era recordada como un día nefasto. Asimismo, el desastre de Varo en Teutoburgo y la consiguiente pérdida de tres legiones dejó desguarnecidas las fronteras del Rin, y de no ser por el valor de las pocas tropas disponibles los germanos habrían invadido la Galia, quién sabe con qué consecuencias.

Arqueros partos disparando hacia atrás
Una de las más importantes derrotas de Roma fue la de Carras, pues tuvo grandes consecuencias para el futuro del que sería el imperio más poderoso de la antigüedad. Tras esta batalla, no sólo se consolidó el imperio parto como el gran enemigo de Roma en el este, sino que también rompió el frágil equilibrio de poder que había en la ya moribunda República romana, dando lugar poco después a una guerra civil entre los dos hombres más poderosos de entonces. El resultado de dicha contienda es sobradamente conocido por todos: César acabó imponiéndose a Pompeyo, finiquitó la República y puso las bases para el Imperio Romano.

El patito feo del triunvirato

En el año 60 a.C. se formó en Roma el llamado Primer triunvirato, formado por Gneo Pompeyo, Marco Licinio Craso y Julio César. Pompeyo era un afamado general que había obtenido un triunfo tras aplastar la rebelión de Sertorio en Hispania; Craso era considerado el hombre más rico de Roma, además de haber derrotado a Espartaco en la batalla del río Silario (aunque para su desgracia la victoria, al conseguirse frente a esclavos que eran considerados seres inferiores, no fue premiada con un triunfo sino con una distinción de segundo orden llamada ovatio); César era el único que no tenía poder alguno, y en esos primeros momentos actuaba como mediador entre los otros dos.

Marco Licinio Craso
Pocos años después, la situación había dado un vuelco. César estaba consiguiendo derrotar a las tribus galas y empezaba a anexionar a Roma la rica provincia de la Galia, y el prestigio militar de Pompeyo se había mantenido intacto con los años. El único al que le faltaba una gran victoria a juicio de sus conciudadanos era a Craso. A sus ojos tenía dinero y poder, pero le faltaba la gloria. Así pues, en el 56 a.C. los tres firmaron un acuerdo por el que a César se le renovaba el proconsulado en la Galia y establecían una asistencia mutua para la elección de Pompeyo y Craso para el consulado (el cargo más importante de la República romana). Además a Craso se le concedía el gobierno de Siria. Era la oportunidad que buscaba para obtener la gloria militar que tanto ansiaba. Su plan más ambicioso, derrotar al Imperio Parto, acababa de ponerse en marcha.

El comienzo de la campaña

Craso, que a la sazón contaba con 60 años y estaba medio sordo, no tenía el apoyo del Senado para esta empresa. Así, Cicerón decía que Roma estaba en paz con Partia y que no había causa para iniciar una guerra contra ella. Asimismo, el tribuno de la plebe Capitón se opuso y llegó a hacer una execración pública contra Craso. Sólo Julio César le apoyaba y le escribió desde la Galia instándole a darse prisa, pues el Senado no tardaría en ponerle impedimentos legales. Haciéndole caso, Craso utilizó sus inmensas riquezas y se apresuró a reclutar cinco legiones. Partió hacia Siria en el otoño del año 55 a.C. y después de un viaje por mar hasta Anatolia y por tierra hasta su destino reclutó 4.000 auxiliares (sobre todo arqueros) y 4.000 jinetes. A esta considerable fuerza había que añadir las dos legiones ya estacionadas en la provincia y los 6.000 jinetes que el rey de Armenia, Artavasdes II, le envió.

Imperio parto
Sin embargo, Craso no aceptó el ofrecimiento de Artavasdes de 30.000 infantes y otros 10.000 jinetes a cambio de invadir Partia desde territorio armenio. El plan del rey de Armenia era bueno, pues el terreno montañoso estorbaría las maniobras del ejército parto, que basaba casi toda su fuerza en la caballería. Posiblemente Craso no quiso saber nada de dicho plan porque preveía una fácil victoria y no quería compartir la gloria con nadie. Tras pasar el invierno entrenando a sus tropas y saqueando algunos templos de la región para conseguir financiación (entre ellos el templo de Jerusalén), por fin en la primavera del año 54 a.C. los romanos estaban listos para comenzar la campaña.

Arco compuesto parto
Y el comienzo no pudo ser mejor. Craso cruzó el Éufrates con sus tropas y tomó varias ciudades sin lucha (sobre todo las de origen griego, que veían en los romanos una liberación de los partos). La única ciudad que ofreció resistencia fue Zenoditia, que tuvo que ser tomada al asalto; tras su conquista, sus habitantes fueron vendidos como esclavos. El sátrapa parto de la zona, Silaces, no pudo hacer nada contra el inmenso ejército romano y fue derrotado y herido en Ichnas; sin embargo, pudo escapar y corrió hasta la capital parta Seleucia a dar la noticia de la invasión personalmente a su rey. Craso dejó 7.000 hombres como guarnición en las ciudades conquistadas y se retiró de nuevo a Siria a pasar el invierno. Desde allí esperó la llegada de su hijo Publio junto a 1.000 jinetes heduos escogidos para continuar la campaña en la primavera siguiente (precisamente Cicerón apunta como una de las causas de la campaña de Craso el deseo de promocionar a su hijo Publio en la carrera política).

El camino al desastre

El rey de Partia Orodes II aprovechó el parón para reorganizarse. Dividió a su ejército, ordenando que la parte principal se dirigiera a Armenia para castigar las intenciones de Artavasdes. Una fuerza relativamente pequeña, de 9.000 arqueros a caballo y 1.000 catafractos, al mando del Spahbod (Maestro de Armas) Surena quedó en la región entre el Éufrates y el Tigris con la misión de retrasar el avance romano hacia la capital parta hasta que la fuerza principal retornara de Armenia. Paralelamente, envió embajadores a Craso pidiendo explicaciones por una agresión sin causa alguna. Craso dijo que la respuesta la tendría en Seleucia, a lo que el embajador parto respondió: “El pelo te crecerá antes de ver Seleucia”.

Surena
En la primavera del año 53 a.C. Craso cruzó nuevamente el Éufrates con la intención de conquistar Seleucia. A pesar de que su lugarteniente Casio Longino recomendó un avance siguiendo el curso del río, Craso confió en los consejos de Ariamnes, jefe de la tribu árabe de los mardanos, quién aportaba 6.000 jinetes y le prometió llevarlo por una ruta de mercaderes más directa hasta el corazón de Partia. Sin embargo, a pesar de haber prestado servicios a Pompeyo con anterioridad, Ariamnes trabajaba en secreto para los partos y llevaba a los romanos directamente a una emboscada.

Catafracto parto
Las tropas de Craso se adentraron en el desierto, lejos de cualquier fuente de agua. En el camino recibió una carta del rey armenio Artavasdes informándole de que no podría prestarle apoyo, ya que los partos estaban atacando su país, y recomendaba a los romanos retroceder hasta Armenia para derrotar al cuerpo principal del ejército de Partia y luego invadir su imperio desde allí. Craso no sólo ignoró el consejo, sino que se tomó esta carta como una traición. El 6 de mayo sus cansadas tropas llegaron al río Balicha; sin embargo, Craso sólo las dejó beber y descansar un rato antes de seguir avanzando. Ariamnes le informó de que había localizado a la retaguardia parta y que él y sus 6.000 jinetes irían a cortarles el paso. En realidad, se unieron a los partos. Había cumplido su misión, guiando a los romanos a un territorio desolado donde les aguardaba la trampa de Surena.

La batalla

Los exploradores romanos informaron de que un gran ejército parto les estaba esperando más adelante. Craso perdió los nervios, y tras reunirse con sus lugartenientes aceptó el consejo de Casio de formar al ejército en línea con la caballería en las alas para evitar ser rodeado. Sin embargo, cambió de opinión en el último momento y ordenó formar a sus tropas en cuadro, con la caballería y los arqueros en su interior. Esta formación aseguraba poder defenderse de ataques desde cualquier parte, pero reducía la movilidad de las tropas al mínimo. Con el ejército así formado, ordenó avanzar al encuentro de las tropas de Surena.

Batalla de Carras: primera fase
Los partos, que contaban con 1.000 catafractos y 9.000 arqueros a caballo, formaron sus tropas en columna, de modo que la vanguardia ocultara al resto detrás para que los romanos no supieran el volumen de su ejército. Surena ordenó a sus catafractos (unas tropas donde tanto jinete como caballo iban fuertemente acorazados y cuya carga era devastadora) que ocultaran sus armaduras poniéndose la capa encima, y a continuación las tropas empezaron a tocar los tambores para intimidar a los romanos. El general parto había planeado atacar de frente con sus catafractos, pero en vista de la formación romana se dio cuenta de que eso era inútil, de modo que planeó algo más astuto; les ordenó que se quitaran las ropas que ocultaban sus armaduras y que cargaran contra las tropas romanas para volver grupas en el último momento. Esta maniobra, repetida varias veces, generó grandes nubes de polvo que ocultaron los movimientos del resto del ejército. Surena ordenó entonces a sus arqueros rodear completamente a los romanos.

Batalla de Carras: arqueros partos atacando
Craso se dio cuenta de la maniobra y ordenó a sus tropas auxiliares salir a perseguir a los catafractos, pero los arqueros partos los liquidaron con mortal eficacia. Una vez que éstos habían rodeado a los romanos a una distancia prudencial, empezaron a disparar sus flechas. Sus arcos compuestos tenían más alcance que los arcos simples de los arqueros sirios, y además sus disparos atravesaban armaduras y escudos romanos. La densidad de las tropas romanas garantizaba que los disparos dieran en el blanco. Ante esto, algunas cohortes salían en persecución de los arqueros, pero éstos se retiraban rápidamente realizando el famoso “disparo parto” (un disparo hacia atrás mientras huían). Otras cohortes optaron por formar en testudo, pero entonces sufrían la carga de los catafractos, que les causaban grandes bajas, y que se retiraban antes de que llegaran más tropas romanas en su auxilio.

Batalla de Carras: salida de Publio
Aunque Craso confiaba en aguantar hasta que a los partos se les acabaran la munición, esto no parecía ocurrir. Y es que Surena llevaba consigo una caravana de 1.000 camellos cargados hasta los topes de flechas, y los arqueros partos iban de vez en cuando a recargar allí. En vista de que sus hombres caían por doquier y sus líneas eran cada vez más delgadas, ordenó a su hijo Publio que tomara el mando de la caballería y saliera en persecución de los arqueros. Publio, junto a 1.300 jinetes, 500 arqueros y 8 cohortes (4.000 legionarios) hizo lo que le ordenó su padre. Los arqueros partos fingieron retroceder (a la vez que causaban bajas romanas con el disparo parto) pero en realidad les llevaban a una trampa donde les esperaban los catafractos de Surena. Allí fueron masacrados y Publio murió. Los partos le cortaron la cabeza y la pusieron en una lanza, paseándose con ella ante las tropas romanas.

Batalla de Carras: fase final
La moral del ejército romano sufrió un duro golpe al ver aquello, pero Craso tuvo un gesto de coraje (quizá el único) y les arengó diciendo: “Seguid aguantando. La pérdida es mía, no vuestra”. Los jinetes partos seguían causando grandes bajas mientras los catafractos atacaban a pequeños grupos de legionarios que trataban de huir. Sólo la llegada de la noche hizo que los partos se retiraran. Craso sufrió una tremenda depresión y tuvieron que ser los legados Casio y Octavio los que tomaran el mando, ordenando a las tropas que se encaminaran hacia la ciudad de Carras para encontrar refugio. No todas llegaron, pues 4 cohortes se extraviaron y al amanecer del día siguiente fueron aniquilados por los partos. Además, sobre el campo de batalla quedaron 4.000 heridos que no podían caminar y fueron rematados por las vengativas tropas de Surena.

Tras la batalla

El día 8 de mayo Surena envió un mensaje a los oficiales romanos: les daría un salvoconducto hasta Siria a cambio de que le entregaran a Craso y al legado Casio. Los romanos rechazaron la propuesta, y planearon abandonar la ciudad esa noche. Decidieron dividir sus fuerzas y tratar de llegar a la ciudad de Sinnaca, al pie de las montañas armenias. Octavio, junto a 5.000 hombres logró llegar sin muchos problemas. Casio, que no veía clara la maniobra, decidió dirigirse directamente hacia Siria junto a otros 5.000 infantes y 500 jinetes (en resumen, desertó). Consiguió llegar, a pesar de ser acosado por los árabes durante el camino. Craso fue engañado nuevamente por un guía local y fue llevado a una trampa, aunque logró rechazar a los partos con la ayuda de Octavio, que acudió con sus tropas en su auxilio.

Casio Longino
Surena hizo una nueva oferta de diálogo, garantizando la retirada romana hasta Siria a cambio que se comprometieran a no volver a cruzar el Éufrates. Craso no quería negociar, pero sus tropas amenazaron con amotinarse si no hablaba con los partos. Finalmente Craso cedió (Plutarco afirma que dijo “prefiero morir a manos de mis enemigos que a las de mis hombres”) y acompañado de Octavio y un tribuno llamado Petronio fue a negociar la paz. Los partos trajeron un caballo para Craso a fin de que la conversación se produjera de igual a igual, pero Octavio sospechó que era una estratagema para raptar a Craso y mató al parto que llevaba las riendas. Los partos reaccionaron y mataron a la delegación romana. Acto seguido vertieron oro fundido por la garganta de Craso, le cortaron la cabeza y la mano derecha y las enviaron a la capital parta.

Disparo Parto
Los legionarios, sin mando al que acudir, decidieron en su mayoría rendirse a cambio de que sus vidas se respetaran. Sólo unos pocos decidieron intentar escapar, pero en su mayor parte fueron cazados como conejos y muertos. Sólo un grupo reducido consiguió llegar a Siria. La campaña de Craso se saldó, según Plutarco, con 20.000 legionarios muertos, 10.000 prisioneros y la pérdida de 7 estandartes de las legiones. Sólo la retirada exitosa del grupo de Casio logró evitar el desastre total. En total consiguió reagrupar 10.000 hombres, con los que resistió y finalmente venció el intento parto de invadir Siria en el 51 a.C. (como curiosidad, decir que la frase "Craso error" no proviene de esta derrota, a pesar de los muchos sitios de Internet donde se defiende este origen; la palabra craso significa grueso en latín, y ya se utilizaba mucho antes de este desastre).

Carga de catafractos (Angus McBride)
La muerte de Craso supuso la ruptura del equilibrio de poder en Roma. Pocos años después estallaría la guerra civil entre César y Pompeyo, en la que venció César y se convirtió en dictador perpetuo de Roma. Curiosamente el salvador de Siria Casio Longino fue, junto a Bruto, uno de los cabecillas de la conspiración de los idus de marzo que asesinó a Julio César. Tampoco el general parto Surena tuvo demasiada suerte, pues el rey parto Orodes II tomó celos de él y ordenó asesinarle en el año 52 a.C.

La Legión perdida

Los 10.000 legionarios prisioneros eran demasiado valiosos para acabar su vida como esclavos en las minas, así que los partos los emplearon como soldados en la frontera oriental de su imperio. Plinio el Viejo narró que fueron trasladados a la ciudad de Alejandría la Margiana, y de allí a Bactria, la zona más oriental de Partia. Allí debían defender las fronteras de las incursiones de los hunos. En 1957, el autor Homer Dubs afirmó en su libro “Una ciudad romana en la antigua China” que esos legionarios se establecieron finalmente en la ciudad china de Liqian.

Posible ruta de los legionarios hasta Liqian
La teoría de Dubs se basa en un libro chino del siglo I, las crónicas de la dinastía Han. En él se dice que en el año 36 a.C. los chinos lanzaron una campaña militar contra los hunos en Xinjiang, la provincia más oriental de su imperio y limítrofe con Bactria. Los soldados chinos se encontraron al cabecilla huno refugiado en un campamento cuadrangular protegido por empalizadas de madera (algo totalmente inusual entre los hunos), y que tuvieron que luchar contra unos soldados de infantería que combatían en formación cerrada “como escamas de pescado” (algo también extraño en los hunos, pues la mayoría de su ejército iba a caballo y su escasa infantería combatía sin orden alguno). Dubs sostiene que estas tropas eran legionarios de Craso que se habían pasado al bando huno.

Niña rubia de la región de Liqian
Los chinos derrotaron finalmente a los hunos y tomaron 1.000 de estos extraños prisioneros. Los asentaron en la provincia de Gansu, con la misión de proteger las fronteras. Allí fundaron la ciudad de Liqian (Li Jien), a la que se identifica con la actual Zhelaizhai. Curiosamente, Li Jien es uno de los nombres con los que los chinos llamaban al Imperio Romano. Evidencias arqueológicas apoyan esta teoría. Se han encontrado restos de una empalizada romana, monedas e incluso un casco de legionario, además de unas 100 tumbas con individuos muy altos para la época, de indudable origen caucásico. Asimismo, un estudio de ADN realizado en 2005 revela que el 56 por ciento de los habitantes de la región provienen de raza caucásica (piel blanca, ojos verdes o azules y cabellos rubios o pelirrojos).

¿Fue Liqian el destino final de los legionarios perdidos de Craso? Es pronto para aventurarlo y sólo el tiempo podrá despejar las dudas, pero las evidencias indirectas son fuertes. Y desde luego, la teoría resulta de lo más atractiva.
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La agitada vida sexual de Felipe V

Decía Cesare Pavese que “Si el sexo no fuese la cosa más importante de la vida, el Génesis no empezaría por ahí”. La obsesión por el sexo en las sociedades eminentemente puritanas siempre ha estado presente, tanto en las clases bajas como en las altas. Incluso entre la realeza. Es de todos conocida la afición enfermiza hacia el sexo que tuvo Felipe IV, penúltimo rey de la Casa de Austria, del que se dice que tuvo 46 hijos entre reconocidos y bastardos (aunque fue incapaz de dar un heredero digno al trono de España más allá del “Hechizado” Carlos II). Y por supuesto, casos así no se daban sólo entre los Habsburgo: en todas las dinastías europeas ha habido siempre miembros (nunca mejor dicho) que dedicaron su vida a los placeres de la carne sin hacer distinción de nobles o plebeyas; ricas o pobres; solteras, casadas o viudas.

Felipe V e Isabel de Farnesio
La Casa de Borbón no sería una excepción. De hecho Felipe V, el primer monarca en España de dicha dinastía, ha pasado a la Historia por su absoluta entrega a los placeres del desenfreno, entre otras cosas. Seguidor involuntario del verso de Muñoz Seca (“Por dos veces casóse y con las dos esposas divirtióse”), Felipe V ofrece un catálogo completo de prácticas que aún a día de hoy seguirían escandalizando a los bien pensantes. Sufridor de una grave enfermedad neurobiológica (según el historiador Henry Kamen), este rey bipolar que iba de la euforia a la depresión y de vuelta a la euforia (no en vano recibió sucesivamente los sobrenombres de “el Animoso” y “el Melancólico”) no podía pasar un solo día sin practicar su pecado favorito: la lujuria. Conozcamos algo más de su increíble vida sexual.

Rey de España por la gracia de… su abuelo

Cuando en las cortes europeas se hizo evidente que el rey de España Carlos II iba a morir sin descendencia, se apresuraron entre todos a buscar una solución. Como es natural, cada uno trataba de barrer para su propio interés, de modo que las otras dos principales potencias europeas de entonces, Francia y Austria, maniobraron para ir quedándose con la mejor parte del pastel. Y es que el pastel no era precisamente pequeño; además de España y su inmenso imperio de ultramar, había que añadir otras posesiones en Europa como Cerdeña, Sicilia, Nápoles y parte de los Países bajos. Fue así como se firmaron dos “Tratados de Partición de España”, en los que franceses y austriacos acordaron quién sería el nuevo rey de España y cómo se repartirían su imperio. Lo más curioso de todo es que estos tratados se firmaron a espaldas de la propia interesada, España, que a pesar de sus grandes posesiones empezaba a ser una potencia de segunda fila.

Carlos II
Cuando en la corte española se enteraron de este reparto empezaron a formarse distintos bandos a favor de uno u otro pretendiente a la corona. Así, por ejemplo, se formó un “partido francés” a favor del segundo hijo del Delfín de Francia (y nieto de Luis XIV) Felipe de Anjou y un “partido austracista” a favor del Archiduque Carlos de Habsburgo. Tras espinosas intrigas y generosos sobornos, finalmente ganaron los partidarios de los franceses, y Carlos II testó un mes antes de morir que el trono pasaría a Felipe de Anjou, nombrándole “sucesor... de todos mis Reinos y dominios, sin excepción de ninguna parte de ellos”. Esta frase invalidaba totalmente los Tratados de Partición antes mencionados.

Luis XIV
Cuando el 1 de noviembre de 1700 moría Carlos II, se presentó ante el rey francés Luis XIV una gran duda: si aceptaba el testamento, rompería los acuerdos a los que había llegado con las otras potencias para repartirse las posesiones españolas; y si no lo aceptaba, se abriría un periodo de incertidumbre en el que el resultado podía ser contrario a sus intereses. Finalmente, decidió aceptarlo y Felipe de Anjou subió al trono de España con el nombre de Felipe V. Claro que esta aceptación no gustó demasiado a los demás países, así que acabó formándose una gran coalición antiborbónica que promovía al trono español al Archiduque Carlos de Habsburgo. La guerra era inevitable, y acabó estallando en mayo de 1701. La conocida como Guerra de Sucesión Española duraría 12 largos años, hasta que la firma del Tratado de Utrecht en 1713 pondría fin a un conflicto europeo confinado a territorio español. Por cierto, los efectos de ese tratado aún pueden seguir viéndose hoy en día, pues fue ahí cuando Gibraltar pasó a dominio británico.

Carlos de Habsburgo
Como anécdota final, y al hilo del tema de este artículo, decir que los madrileños preferían al Borbón Felipe frente al Habsburgo Carlos, por lo que los dueños de los burdeles se confabularon para ofrecer a sus tropas sólo las prostitutas enfermas. Algunos cálculos hablan de más de 6.000 soldados austriacos caídos por la sífilis. Una nada desdeñable contribución al esfuerzo de guerra.

Un rey bipolar

No parece que la cabeza de Felipe V estuviera del todo bien. Según el historiador Henry Kamen, sufría una grave enfermedad neurobiológica que se manifestaba en un tratorno bipolar, pasando de la euforia a la depresión sin solución de continuidad. Este trastorno podía ser en parte genético, pues está probado que Felipe V lo traspasó a alguno de sus hijos y que él lo heredó de su madre, María Ana Victoria de Baviera. Durante las fases de euforia, Felipe V experimentaba excitación e hiperactividad sintiéndose el más poderoso de los hombres. Había momentos en que sentía un sentimiento de invencibilidad, de ahí que estuviera al frente de sus tropas durante gran parte de la guerra y que corriera deliberadamente grandes riesgos (por cierto, la excitación de la guerra fue una gran terapia para él en esos años). En las fases depresivas, sin embargo, el rey experimentaba abulia, necesidad de aislamiento e incluso pensamientos suicidas, encerrándose en su alcoba y negándose a ver a nadie.

Retrato de Felipe V en batalla
Durante toda su vida nadó entre dos pensamientos contrapuestos. Por un lado sentía una fuerte adicción hacia el sexo y los que le rodeaban decían de él que la lujuria le dominaba. Por otro lado, sentía un gran sentimiento religioso que le hacía tener enormes remordimientos cuando acababa de entregarse a sus placeres favoritos (se dice que su segunda esposa, Isabel de Farnesio, le obligó a que sólo oyera una misa diaria). Este vaivén de sentimientos le hacía estar en permanentes estados de angustia y euforia alternativos, pues oscilaba entre el éxtasis religioso y el sexual, entre el pecado y la culpa. Desde muy joven se hizo adicto al orgasmo múltiple, cosa que alcanzaba practicando el onanismo sin parar. Consideraba que los placeres sexuales eran el único remedio a esta vida efímera que no era más que un valle de lágrimas. Claro que después le torturaba el remordimiento y corría a confesarse.

Proclamación de Felipe V como Rey de España
A diario tomaba su plato favorito: gallina hervida. La acompañaba con pócimas cuyas propiedades estimulaban su vigor sexual. Cada mañana, antes de levantarse, desayunaba cuajada y un más que dudoso preparado de leche, vino, yemas de huevo, azúcar, clavo y cinamomo. El duque de Saint-Simon, embajador especial de Francia, que se atrevió a probarlo, lo describió como un brebaje de sabor grasiento aunque reconoció que se trataba de un reconstituyente singularmente bueno para reparar la noche anterior y preparar la siguiente.

María Luisa de Saboya, su primera esposa

En 1701, Felipe V contrajo matrimonio con María Luisa Gabriela de Saboya, que a la sazón contaba con 13 años. La pobre no era más que una niña asustada, y su noche de bodas fue descrita como un cúmulo de gritos, llantos, golpes y forcejeos, al parecer causados por el miedo de ella y por la ansiedad de él. Durante su matrimonio copulaban diariamente (había días que varias veces), y en la corte no se hablaba de otra cosa que no fuera el desenfreno del rey. El embajador francés escribió a Versalles que Felipe parecía estar agotado “debido al frecuente uso que hace de la reina”. La costumbre del polvo diario sólo se interrumpía cuando el rey salía de campañas militares (en las que la excitación de la batalla actuaba como sustituto del sexo) o cuando debía separarse de ella por alguna otra razón. En esos casos, el rey se entregaba al onanismo y después al remordimiento (como ya se ha apuntado anteriormente). Llegó a preguntarle a su confesor si Dios le perdonaría si lo hacía pensando en la reina, a lo que el confesor contestó que por supuesto Dios sería comprensivo.

María Luisa Gabriela de Saboya
La frágil salud de la reina no se veía favorecida precisamente por esa vida sexual tan activa. Hubo quién advirtió al rey de que sus continuos requerimientos amorosos pondrían en peligro la vida de María Luisa, pero parece ser que Felipe hizo poco caso. Y no lo hacía con mala intención, es que sencillamente no entendía que el sexo pudiera ser malo para la salud física (aunque sí para la salud moral). La reina murió finalmente el 14 de febrero de 1714 y en privado se afirmaba que el exceso de sexo con el rey había sido una de las causas de su muerte, más aún cuando Felipe continuaba acostándose con ella incluso en las fases más avanzadas de la enfermedad que la llevaría a la tumba. Los apenas 10 meses que pasaron hasta que se casó con Isabel de Farnesio fueron los más duros de su vida.

Isabel de Farnesio, “el Impávido” y los dildos

El 24 de Diciembre de 1714 Felipe volvió a casarse, esta vez con Isabel de Farnesio. Durante la noche de bodas en Guadalajara, permanecieron encerrados 24 horas ininterrumpidas, según contaba el duque de Saint-Simon. Algunos días después, ya en el Palacio del Buen Retiro, la reina fue conducida directamente a la alcoba donde había agonizado y muerto su predecesora, que llevaba sin ventilarse desde entonces. Allí, el rey se acostó con Isabel en la misma cama donde María Luisa había expirado.

Isabel de Farnesio
A Isabel le impresionó la variedad de posturas y técnicas que conocía su marido. La tradicional (él arriba y ella abajo) le resultaba a Felipe tremendamente aburrida, por lo que innovaba continuamente. Claro que esa postura era la única que aceptaba la Iglesia, aunque sus confesores hacían la vista gorda siempre y cuando acabara la cosa en lo que ellos llamaban “el vaso natural de la mujer”. Al ser considerado el sexo un trámite para procrear, al rey se le permitía lo que ellos consideraban “vicios” siempre y cuando se cumpliera el objetivo final. Y desde luego, decir que a Isabel no le disgustaba para nada esta variedad en su marido, y comprendió que el sexo le daba un gran poder.

Palacio del Buen Retiro
La real pareja era adicta a un juego importado de Francia llamado “el Impávido”. La cosa consistía en sentar a unos cuantos caballeros desnudos de cintura para abajo en una mesa con faldones hasta el suelo. Acto seguido, una dama (generalmente la esposa del anfitrión) se metía bajo la mesa y elegía al azar alguno de los miembros masculinos, metiéndoselo en la boca. Sin que nadie la viera, iba probando a cada uno de los asistentes, y el tema consistía en adivinar quién era objeto de las atenciones de la dama en cada momento. Los caballeros participantes no debían dar muestra de nada (debían permanecer impávidos, de ahí el nombre del juego), perdiendo quiénes dejaran traslucir alguna muestra de emoción. El ganador obtenía el derecho a derramarse en la boca de la dama. Mientras el juego transcurría, los reyes lo espiaban todo desde una mirilla, y siempre llegaba un momento en que la gran excitación que alcanzaba Felipe hacía que levantara la falda de la reina y la poseyera allí mismo.

Luis I, hijo de Felipe V
Otra de la innovaciones importadas por Felipe desde Francia fueron los dildos. Eran unos artilugios, generalmente de marfil, con forma fálica y un extraordinario pulido que actuaban de consolador para las damas. En la parte superior solía colocarse un camafeo donde se guardaba una imagen del amante (cabe suponer el azoramiento para no confundirse de aparato en aquellas damas con varios visitantes en su cama). Con el tiempo, fueron perfeccionándose y adoptaron las más variopintas formas. Decir también que la palabra dildo procede del italiano “diletto” (deleite, gozo, placer).
 
Dildos del siglo XVIII
Entre que el rey siempre tenía ganas y que a la reina nunca le dolía la cabeza, había días que no salían de sus habitaciones. Con el tiempo, la afición al sexo de ambos hacía que las recepciones del rey con sus consejeros se produjeran en la cama, con la reina presente decidiendo al mismo nivel que Felipe. Y es que Isabel comprendió que tenía la llave de la felicidad del rey, y que eso conllevaba un gran poder. Muchas de las decisiones de Estado del reinado de Felipe tuvieron detrás el sello de la reina, ayudada por el siempre omnipresente Cardenal Alberoni, su mano derecha y hombre de confianza.

La locura final

La salud mental de Felipe se vio agravada con los años, desarrollando una obsesión religiosa enfermiza. Sólo decía querer estar a bien con Dios, aunque muchos sospechaban que lo único que quería el rey era morirse. El 10 de enero de 1724 Felipe abdicó en su hijo Luis, casado con Luisa Isabel de Orleans (otra buena pieza, que acostumbraba a pasarse horas en sus habitaciones practicando juegos lésbicos con sus doncellas y pasear por palacio enseñándole sus partes íntimas al primero con el que se cruzaba). Luis I apenas reinó 8 meses, pues en agosto de ese mismo año murió de una viruela galopante, y Felipe tuvo que hacerse de nuevo con la corona.

Luisa Isabel de Orleans
A partir de entonces su salud no hizo más que empeorar. Hubo ocasiones en que se creía una rana y se sentaba en los estanques de los jardines de palacio esperando cazar moscas. Otras veces se creía muerto. En una ocasión intentó montar los caballos de los tapices que colgaban de las paredes. Cuando se retiraba a cenar, lanzaba espantosos gritos (el embajador británico dijo que uno de ellos duró desde las doce de la noche hasta las dos y media de la madrugada). Desarrolló una gran aversión por la higiene, pasando meses sin lavarse; la longitud de sus uñas era tal que le impedía andar. Creía que la ropa blanca irradiaba una luz cegadora como consecuencia de que las misas por su primera esposa no habían sido suficientes. Y todo esto no son más que algunos ejemplos.

Farinelli
Para paliar la locura del rey se trajo en 1737 a un famoso castrato llamado Carlo Broschi (más conocido por Farinelli). Los efectos terapéuticos de su voz hicieron que Felipe estuviera algo más calmado desde entonces, y el rey exigía que cantara para él todos los días las mismas cuatro arias una y otra vez. Debía estar disponible a cualquier hora, y durante los diez años que estuvo en la corte sólo se le permitía irse a dormir cuando el rey ya había cenado, a las 5 de la madrugada. Sin embargo, finalmente el 9 de julio de 1746 le dijo a su esposa que le dolía el vientre y tenía ganas de vomitar. Empezó a tragar y acabó por tragarse la lengua. Moría así uno de los reyes más enfermos y atormentados de la Historia de España.
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